jueves, 30 de enero de 2014

SANTA MARÍA DE LA CABEZA

Poco se sabe de santa María de la Cabeza, esposa de san Isidro Labrador, salvo los datos recogidos en el proceso de su beatificación y canonización, en el que figuró como testigo Lope de Vega, y que proceden de la tradición oral nunca desmentida.


Parece ser que su nombre verdadero era María Toribia y que procedía de la comarca de Uceda, posiblemente de Torrelaguna. No se conoce la fecha de su nacimiento —con casi seguridad a finales del siglo XI— ni el nombre de sus padres, labradores pobres, que murieron muy jóvenes dejando a María al cuidado de unos parientes, que la pusieron a servir en una casa de Torrelaguna.

Así describe Lope de Vega a la honesta y hermosa moza María Toribia:

No era de Jazmín su frente,
ni eran de sol sus cabellos,
ni estrellas sus ojos bellos,
que otra luz más excelente
puso la virtud en ellos.
Era un fénix de hermosura,
y oíase el alma pura
por su rostro celestial,
como si por cristal
se viese alguna pintura.

En Torrelaguna conoció y casó María con Isidro, que hasta allí llegó huyendo de los almoravides de Alí Ben Yusud, que habían atacado Madrid en el año 1110.
Los santos esposos, que llevaban una vida de intensa religiosidad, además de en Torrelaguna residieron en una alquería cercana a ese pueblo, Caraquiz, y durante mucho tiempo en Madrid, donde sirvieron en la casa de Iván de Vargas y donde nació el único hijo, Illán, el del milagro del pozo.


En Caraquiz, donde poseían unas pequeñas tierras que les dejaron los padres de María, ésta también se encargaba de arreglar la ermita de Ntra. Sra. de la Piedad y costear, con sus propios recursos y las limosnas que recogía, el aceite para alumbrar la imagen.
De santa María de la Cabeza se dice que, un día, yendo a cumplir su tarea de barrer la ermita, siéndole imposible cruzar el río Jarama por venir muy crecido, se le apareció la Virgen y milagrosamente se sintió transportada a la otra orilla, ocurriendo lo mismo al regreso. Y cuentan que esto ocurrió varias veces, y que en una de ellas, que iba acompañada de san Isidro, utilizaron una toquilla para, a modo de barca, cruzar el río sin mojarse, y que en otras lo hizo caminando sobre las aguas.


Tenía María por costumbre todos los sábados preparar una olla de buen potaje para repartir entre los más necesitados, y en cierta ocasión, al presentarse uno cuando ya se había consumido toda la comida, le sirvió potaje de la olla, que milagrosamente apareció rebosante, incluso para repartir nueva ración entre todos los menesterosos.


De común acuerdo, los dos esposos, siendo ya maduros, decidieron hacer una vida de soledad y recogimiento, quedando Isidro en Madrid y retirándose a Caraquiz María, y allí se hallaba cuando recibió de un ángel la noticia de la enfermedad de su esposo, llegando a tiempo de recoger su último aliento y de asistir al entierro. Regresó María después a Caraquiz; vivió algunos años y, cuando murió, en 1180, fue enterrada bajo una fosa en la ermita que con tanto cariño había cuidado en vida.


Más tarde, al extenderse la fama de su santidad, su cabeza fue separada del cuerpo y expuesta en la ermita, junto a la Virgen, para su pública veneración. Quizá este ha sido el motivo por el que la esposa de san Isidro sea conocida como santa María de la Cabeza, alcanzando el sobrenombre también a la imagen de la Virgen venerada en la citada ermita.


Antes de ser beatificada por Inocencio XII en 1697, al iniciarse el proceso, tanto la cabeza como el cuerpo de María fueron llevados a Madrid e instalados en el oratorio del Ayuntamiento, no sin antes provocar un motín entre los habitantes de Torrelaguna, descontentos por tal traslado, por lo que tuvo que intervenir el propio rey Felipe IV para calmar los ánimos. En 1752 fue canonizada por Benedicto XIV, y pocos años después, en 1769, la misma comitiva que trasladaba el cuerpo de san Isidro desde la parroquia de San Andrés a la antigua iglesia de los jesuitas de la calle de Toledo —desde entonces colegiata de San Isidro y durante muchos años catedral provisional— recogió también su cuerpo, que reposa en una sencilla caja situada debajo de la elegante urna que guarda los restos de su esposo.


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lunes, 27 de enero de 2014

EL ESCUDO DE MADRID


En 1569, López de Hoyos dibujó y publicó la figura de una sierpe o culebra grabada sobre una de las puertas del segundo recinto amurallado de la Villa, la llamada Cerrada, conjeturando sobre el posible origen griego de Madrid. Hoy, cuando está totalmente demostrado que nuestra ciudad fue fundada por los árabes (incurre también Hoyos en considerar la segunda muralla como primigenia), aquellas conjeturas, realizadas estando reciente el estreno de la capitalidad, parecen estar motivadas por el deseo de darle a Madrid, con la mejor buena fe, un pasado fabuloso y una solera antigua que no tuvo. Pero, un siglo después, la fantasía de alguien, unida a la de entonces, transformó la sierpe en un grifo o dragón e hizo que el escudo de la Villa, desde 1692 hasta 1961, ostentase una imagen nacida de tan peregrina deformación.


 Es en ese año de 1961 cuando el Ayuntamiento, ante estos cambios tan caprichosos en el escudo, quiso saber cuál era el verdadero, solicitando un dictamen de la Real Academia de la Historia. Y es el prestigioso académico don Dalmiro de la Válgona quien lo fija en estos términos: “Sin dragón, el escudo de Madrid sería de plata; el madroño de sinople (verde), terrazado de lo mismo, frutado de gules (rojo), acostado el oso empinante de sable (negro); bordadura de azur cargada de siete estrellas de plata. Al timbre, corona real.”


Desde entonces el escudo ha vuelto a su condición primitiva, y ya no aparece el mítico dragón que nunca tuvo razón para llegar a él, ni la corona de laurel, añadida en el siglo XIX.

Ya en la batalla de las Navas de Tolosa, en el año 1212, acudieron las milicias madrileñas con su pendón al frente, en el que, bordados, aparecían el oso y el madroño; es, pues, de larga tradición el escudo de Madrid.

Se dice que el oso se alza hacia los frutos del madroño por una disputa entre el Cabildo de la Villa y el Concejo. La causa era la utilización y renta de los terrenos comunales, llegándose a un acuerdo por el que las parroquias disfrutarían de los pastos y el Ayuntamiento del fruto y leña de los árboles. Este antiguo acuerdo se plasmó en la adopción de un oso pasante y paciendo para el Cabildo y de un oso rampante sobre el madroño para el Concejo.

La corona real sobre el escudo fue un privilegio añadido al título de "Imperial y coronada villa", concedido a Madrid por Carlos I en las cortes celebradas en Valladolid en 1544.

Las siete estrellas parecen indicar una representación de la constelación Carro u Osa Mayor. Se hace alusión, de esta manera, a Carpetania, región a la que pertenecía Madrid. Carpetania se deriva del nombre latino Carpetum, que significa carro.

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domingo, 26 de enero de 2014

Estudio de la Villa.

El "Estudio de la Villa" fue fundado el 7 de diciembre de 1346, fecha en la que el rey Alfonso XI concedía a Madrid una cátedra de Humanidades, a cuyo maestro pagaría el Concejo 200 maravedíes por su trabajo. Parece que en un principio estuvo instalado en la calle de los Mancebos entre Redondilla y Costanilla de San Andrés, calle que en el plano de Pedro de Teixeira del siglo XVII puede verse como calle del Estudio Viejo, trasladándose después, en el siglo XVI, al nº 2 de la calle de la Villa.
 El bachiller Pedro Hurtado es el primer nombre conocido como maestro del Estudio, al que sustituyó, en el año 1488, Fernando de Loranca. Durante esta época el "Estudio de la Villa" era la única institución con capacidad para impartir clases, ya que Isabel la Católica había prohibido el establecimiento de cualquier otra escuela en 1481. En el año 1544 inició su etapa más brillante con el maestro Alejo de Benegas, que vino expresamente desde Toledo para reanimar el Estudio. En el año 1568, sucediendo a Francisco del Bayo, fue nombrado maestro el presbítero Juan López de Hoyos, al que se le pagaba el salario acostumbrado entonces de 2500 maravedíes, más dos reales cada mes por cada uno de los estudiantes y un cahiz anual de trigo.
Discípulo suyo fue un muchacho ingenioso y despierto, también algo travieso, llamado Miguel de Cervantes Saavedra, del que se cuenta que recibió una fuerte reprimenda y severo castigo por saltar una tapia en la cercana calle del Rollo y robar uvas de parra.


En el año 1569 fueron fundados los "Estudios de los Jesuitas" en la calle de Toledo, y al maestro López de Hoyos, para recompensarle por la disminución de alumnos y de ingresos económicos, se le nombró cura párroco de San Pedro y luego de San Andrés. Y en el año 1619 llegaría el cierre del "Estudio de la Villa", ya en total declive ante el auge de la escuela de la Compañía de Jesús.


Aunque con López de Hoyos se inició la decadencia del "Estudio de la Villa", él fue su maestro más famoso por haber escrito obras básicas para el conocimiento del Madrid histórico. De su pluma salieron libros como La relación de la muerte y honras fúnebres del príncipe don Carlos, Declaración de las armas de Madrid, Historia de la enfermedad, felicísimo tránsito y suntuosas exequias de la reina de España Isabel de Valois, en la que hay dos cartas donde habla con su natural entusiasmo de la antigüedad de Madrid, y Recibimiento que hizo la villa de Madrid a la reina doña Ana de Austria, que incluye una topografía del Madrid de aquella época.

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viernes, 24 de enero de 2014

COLEGIO SAN ILDEFONSO


El Colegio de San Ildefonso es la Institución dedicada a la infancia más antigua de Madrid con más de 400 años de existencia.
Sus orígenes datan de 1543, año en que Carlos V concedió una Real Cédula que dotaba al Colegio de los bienes precisos para atender a sus fines.


Las primeras Ordenanzas del Colegio que hoy existen son de 1600 y las hizo el escribano Francisco de Monzón. Su actividad tanto interna (acogida, educación y colocación de madrileños huérfanos) como externa (celebran liturgias, fiestas públicas y lotería) ha sido siempre muy intensa.
Este colegio ubicado primitivamente en el número 3 de la Carrera de San Francisco fue trasladado en 1884 a la calle Alfonso VI a unas casas que habían sido del Marqués de Benalúa, pues su antigua ubicación se había quedado pequeña al ir creciendo el número de niños que dependían de esta institución.


En 1988 se produjo la renovación del edificio y se dotó a la institución de nuevo personal y medios más actuales para renovar los fines para los que fue creada en el siglo XV y entre los que están corregir las desigualdades sociales, subvenir a la educación y la formación de los más jóvenes. El Colegio es cofrade corporativo de la Real Cofradía de Caballeros Cubicularios de San Ildefonso.


El antiquísimo colegio de San Ildefonso de Niños de la Doctrina, que así era su nombre original, conocido vulgarmente en las primeras épocas por el de Los Doctrinos, es una de las instituciones más famosas y populares de la Villa, ya que sus colegiales, niños y niñas, son los que nos cantan los premios de la Lotería Nacional desde 1771.
Creado para la enseñanza religiosa y profesional de niños huérfanos y pobres, se desconoce la fecha de su fundación, aunque sí se sabe que ya existía en 1478, y siempre bajo la dependencia y patronazgo del Ayuntamiento.
Su primera ubicación, al inicio de la Carrera de San Francisco, en la manzana que forma esta calle con las de Aguas y Tabernillas, empezó a evidenciar signos de ruina y a necesitar urgentes y costosas reparaciones en la primera década del siglo XIX, casi nunca realizadas completamente por los escasos recursos disponibles.
En 1883, el peligro de derrumbe en algunas zonas del colegio era tan inminente, que se decidió abandonarlo, entregando los alumnos a sus familiares más cercanos hasta que estuviera acondicionada una nueva residencia, con la pensión diaria de una peseta. Esto ocurrió al año siguiente, en 1884, cuando el Ayuntamiento compró un edificio junto a la plaza de la Paja, en el número 1 de la calle de Alfonso VI, con vuelta a la de la Redondilla, que es donde siguen, Allí se trasladaron los sesenta alumnos de entonces en junio de aquel mismo año, siendo inaugurado oficialmente por Alfonso XII el 18 de diciembre.


En ese solar estuvo la mansión de don Beltrán de la Cueva, valido de Enrique IV, y del que se dijo malintencionadamente que era el verdadero padre de la princesa Juana, conocida por La Beltraneja por tal motivo. Esta casa-palacio, sin nada de hoy que nos la recuerde por los muchos derribos, reformas, añadidos y reconstrucciones en ella realizados a lo largo de los años, pasó a ser propiedad, en 1510, de la familia de los Luxanes de la Morería, y, en el siglo XIX, del conde de Benalua y luego del de Revillagigedo, siendo cedida por este último, entre 1870 y 1881, poco antes de ser ocupada por el colegio, a las Salesas Reales, tras ser expulsadas éstas de su antiguo convento de Bárbara de Braganza y antes de tomar posesión de uno nuevo en la calle de Santa Engracia.


Aparte de las instalaciones propias de un centro pedagógico, que actualmente imparte enseñanza en los niveles de Infantil, Primaria y ESO, en el colegio hay instalada una capilla, neogótica, de una sola nave, con algunas obras de interés, algunas cedidas por el Museo Municipal: Jesús en la Cruz, de Antonio de Pereda; Santa Ana enseñando a la Virgen, La última comunión de Santa Teresa y una Inmaculada de autores desconocidos.


La lotería en España, tan asociada a los niños y niñas de San Ildefonso, existe desde 1276, año en el que Alfonso X mandó publicar un Ordenamiento de Tuferías, pero la Lotería del Estado no surge hasta 1763, creada por Esquilache, ministro de Hacienda de Carlos III. Era una imitación de la Loto napolitana y semejante a la actual Lotería primitiva. Desapareció en 1862 y nuevamente fue instalada en 1985.


La Lotería Nacional, moderna, pero ya para todos tradicional, que se instituyó en 1811 por las Cortes de Cádiz, destina el veinticinco por ciento de la recaudación al erario público y el resto a premios.


Intentos de cierre
Pese a su carácter histórico y su relevancia social, el colegio ha padecido desde los años 80 del pasado siglo sucesivos intentos frustrados de cierre por parte de sus patronos municipales.
En mayo de 2012 el Ayuntamiento comunicó a la Comunidad de Madrid su intención de desalojarlo indefinidamente tras el fin de curso escolar, con el fin de acometer unas obras para las cuales aún no existía proyecto, ni financiación ni plazos.
Finalmente, ante la presión de los padres y los nuevos informes técnicos llevados a cabo, también esta vez el Ayuntamiento dio marcha atrás, decidiendo acometerse las obras por fases.


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martes, 21 de enero de 2014

LEYENDA DE LA CALLE DE ARGANZUELA


En tiempos de los Reyes Católicos, a finales del siglo XV, cuenta la leyenda que por los alrededores de aquel Madrid de entonces, cerca del camino hacia Toledo, vivía un artesano alfarero, el Tío Daganzo, así conocido por ser natural de ese pueblo de la comarca de Alcalá de Henares. Y el tal alfarero, habiendo quedado viudo y tener mucha prole que criar, casó nuevamente con otra mujer, que no fue precisamente la buena madre deseada, sobre todo de la más pequeña, Sanchica.


Dicen que la pobre Sanchica, muy menudita ella, muy poquita cosa, eternamente pachucha, era obligada a recoger los cacharros más pesados del alfar y a realizar las tareas más duras, cual Cenicienta. Y no había día que no aguantara regañinas, castigos y también palizas: por una orza rota, por un lebrillo hecho añicos..., pero casi siempre por tardar siglos en regresar con el cántaro de agua del cercano río, cuando apenas si podía ella con sus propios zapatos.


En cierta ocasión pasa por allí la reina Isabel, siente sed y pide un poco de agua a Sanchica, que se la ofrece en el mejor botijo. Pero los ojos llorosos de la niña y sus muchos moratones y heridas conmueven y alarman a la reina, que pregunta... Luego indaga. Se entera. Inmediatamente ordena a uno de sus pajes que llene por completo el botijo y lo vierta mientras camine, y que la operación se repita tres veces. El terreno mojado con el fino chorro de agua será el regalo que Isabel hará a la pequeña. Así compensará en algo todas sus desgracias.


Pasado un tiempo, la calle que por aquella zona se abrió llevaría el nombre de Daganzuela —la hija del Tío Daganzo—, nombre que con los años se iría dulcificando y pasaría a ser Arganzuela. Es una de las últimas del Rastro, y va desde la calle de Toledo al Campillo del Mundo Nuevo


Ubicación de la calle de la Arganzuela El imprescindible don Pedro de Répide, maestro de cuantos aspiran a ser cronistas de la Villa, en su libro Las calles de Madrid nos cuenta la historia de otra manera. Para él, el Tío Daganzo era un rico labrador, y la Daganzuela, su hija, una real moza, famosa en todo Madrid por ello: por su donaire, simpatía, garbo, tronío rumbo, salero y trapío, cualidades por las que tenía embelesados a muchos de sus convecinos, que pasaban, según fueran o no agraciados con los favores de la joven, de la euforia a la súbita melancolía, aquejados del mal de amores.


También afirma Répide que la Daganzuela disfrutó de la amistad de la Reina Católica, y que ese fue el motivo del regalo de la soberana. Añade, sin embargo, que toda esta presumible leyenda bien pudiera ser un invento de don Antonio Capmany, un cronista del siglo XIX muy dado a las fantasías. Sea lo que fuere, aquí están estas historias que relacionan a la Villa con la gran reina castellana.



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domingo, 19 de enero de 2014

EL PARDO

La primera noticia que se tiene de los montes de El Pardo es de 1312, en tiempos de Alfonso XI, citándose como una propiedad de Johan Roiz Sasomon e indicándose que antes había pertenecido a Elvira Fernández. La segunda, de 1350, también con el mismo rey; menciona que éste, tras acotar la dehesa de Tejada allí existente, mandó escribir un libro de montería, en el cual se lee que El Pardo "es buen monte de puerco en invierno et en tiempo de panes" y que en su espesura se encontraban osos. Pero El Pardo entró verdaderamente en la historia en 1399, cuando fue regalado a Enrique III por el concejo de Madrid, muy agradecido del afecto que el joven monarca sentía por nuestra villa. Poco después, en 1405, Enrique III construye en el monte una pequeña residencia real con pabellón de caza, iniciándose así la vinculación de este lugar con la Corona.


Perfeccionada esta residencia por Enrique IV, El Pardo fue escenario de grandes fiestas cortesanas, entre las que destacó la dada en honor del embajador de Bretaña, el duque de Armenach, y que ha pasado a la posterioridad porque dio lugar a la fundación del monasterio de San Jerónimo el Real y, también, a la maledicencia pública de atribuir la paternidad de la princesa doña Juana, apodada por este motivo La Beltraneja, no al rey y sí a su favorito don Beltrán de la Cueva.


Los Reyes Católicos no prestaron demasiada atención a El Pardo; pero sí Carlos I, que habiendo cazado allí repetidas veces, en 1543 ordenó la demolición de la antigua casa y en su lugar la edificación de un palacio.


Se ha dicho que este inmenso coto de caza, unas 15.500 hectáreas de bosque (encinas, chaparros, robledales, enebros, chopos, olmos, álamos, fresnos), con abundancia de perdices, palomas, liebres, conejos, gamos, venados, jabalíes, lobos, zorros y antiguamente osos, fue el elemento decisorio para que Felipe II, enamorado de la caza, instalara la Corte en Madrid en 1561.


En 1604, en tiempos de Felipe III, cuando precisamente la Corte se había trasladado a Valladolid, el palacio de El Pardo sufrió un voraz incendio que casi termina con todo en cenizas. La tarea de reconstrucción fue encargada al gran arquitecto Francisco de Mora, continuada después por su sobrino Juan Gómez de Mora, que conservaron sólo la zona oeste del antiguo palacio y la llamada puerta de Carlos V.


De esta misma época fue la fundación, en 1613, del convento de Ntra. Sra. de los Ángeles de Padres Capuchinos, más conocido como el del Cristo del Pardo.


En 1738, reinando Felipe V, el primer Borbón, el arquitecto francés Francisco Carier levantó la iglesia, unida al palacio, cuya torre es posterior, de tiempos de Fernando VII, según proyecto de Isidro González Velázquez.


En 1751, Fernando VI, para impedir la entrada en el monte de cazadores furtivos y leñadores, mandó construir una tapia que lo cerrase de 2,50 metros de alto y 0,80 de ancho, y con una longitud de casi 100 kilómetros. Se encargó de las obras el ingeniero Francisco Nangle, que también levantó la principal de las puertas de acceso, la famosa Puerta de Hierro, en colaboración en este caso con el arquitecto Francisco de Moradillo, el escultor Domingo Olivieri y el cerrajero Francisco Barranco.


Esta vieja y emblemática puerta, que quedó durante muchos años aislada en el Km. 6 de la carretera de A Coruña, debido a las modificaciones de entradas y salidas de la capital, ha sido trasladada 200 metros, a una isleta en el margen derecho de la carretera de Villalba (N-VI).


La última reforma importante del palacio de El Pardo fue en 1772, cuando Carlos III encargó su ampliación a Sabatini. Después, ha tenido diversas restauraciones y transformaciones para adecuarlo al nivel de los tiempos.


Desde 1845 y hasta la guerra civil de 1936, El Pardo fue lugar de romería sonada cada 13 de noviembre, festividad de San Eugenio.


"Un día de San Eugenio, yendo hacia El Pardo le conocí..." cantaba una tonadillera. Un escritor de la época, aludiendo a la romería y a lo típico de ella, el recoger el fruto de las encinas, decía: "Todo el mundo se alborota y acude a la bellota". Y el refranero metereológico recomendaba: "Abrígate mi niña pa san Eugenio, que El Pardo y la bellota traen el invierno".



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viernes, 17 de enero de 2014

PRIMEROS RELOJES DE MADRID

El primer reloj que hubo en Madrid fue mandado instalar en la torre de la ya desaparecida iglesia de San Salvador a principios del siglo XV. Esta torre, llamada “la atalaya de la Villa”, estaba cedida al Concejo, al igual que ocurría con un salón por encima del atrio utilizado para celebrar las juntas del gobierno municipal.


Se sabe que este reloj, allá por el año 1480, acaso por viejo o porque estuviera construido con materiales de escasa calidad, daba numerosos problemas a los encargados de su mantenimiento, que lo dejaron por imposible, hartos de tanta compostura. Ante esta situación y también por la elevada suma que pedía por la reparación un famoso relojero toledano, el Concejo pensó que no merecía la pena gastar más dinero en él y decidió construir uno nuevo. Para ello fue necesario hacer una recaudación especial entre los vecinos de 30.000 maravedíes y solicitar antes permiso a los Reyes Católicos. El dinero se recaudó, más mal que bien no debían estar los tiempos para muchos dispendios, pero el Concejo, ante diversas y acuciantes necesidades que tenía Madrid, destinó los maravedíes a distinto menester. Fueron necesarios dos años más para que los pobrecitos madrileños, pechando de nuevo con su pecunia, vieran por fin instalado el flamante reloj en la torre de San Salvador.


Los primeros relojes
Tiempo después, otro reloj se colocó en la puerta de Guadalajara, muy cerca del anterior, en la misma calle Mayor, a la altura de la plazuela del Comandante las Morenas. Y debido a esta proximidad, el reloj de San Salvador fue desmontado en 1522 y armado nuevamente unos metros más allá, en la puerta de Santa María, aproximadamente en el vértice que forma la unión de la calle Mayor con la del Sacramento.


Un tercer reloj se cree que fue puesto en la torre de la desaparecida y antigua iglesia de Santa Cruz, ubicada muy cerca de la actual, en plena plaza de Santa Cruz, esquina con la calle de la Bolsa. Esta torre, llamada "la atalaya de la Corte", que era la más alta de Madrid, al igual que la del Salvador estaba a cargo del Ayuntamiento, que costeaba el arreglo del reloj y gratificaba al sacristán para que tocara las campanas en caso de fuego.


Ninguno de estos relojes ha llegado a nuestros días. Cuando en 1572 fue derribada la puerta de Santa María estorbaba para el desfile y actos festivos organizados para recibir a la cuarta esposa de Felipe II, doña Ana de Austria, con ella desapareció también el reloj. Unos años más tarde, en 1580, para celebrar el nombramiento como sucesor al trono de Portugal de Felipe II, unas grandes luminarias con las que se adornó la puerta de Guadalajara provocaron un incendio y su destrucción, incluido el reloj. El de la iglesia de Santa Cruz se supone que se perdió en 1632, al ser demolida su vieja y ruinosa torre para construir otra nueva, ocasión que se aprovecharía para poner un reloj de reciente compostura.

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